En 1992 Franco Rinaldi ganó el Premio Persona en la categoría «Niño del
Año». Para mercerlo, había sido lo más parecido a lo que un chico de
doce años podía ser.
Franco nació con los huesos de cristal y en total iba a alcanzar el
metro-cero-nueve de altura. La osteogénesis imperfecta parece darle
derecho a la gente a decirle «Franquito», acariciarle la cabeza o
preguntarle cosas tales como si alguna vez pensó en matarse.
Franco no miente ni dice la verdad. En el fino andarivel entre
autobiografía y ficción, arma el esqueleto de este avión enorme que es
su libro. Hilvana los episodios en la TV con las tardes en los bares
-que son botes salvavidas-; la intimidad con las azafatas, con el
médico, con la madre; las amigas que lo acompañan al teatro, a la cama o
al hospital; las sesiones de terapia en las que se pregunta qué es
curarse.
Pero para él lo mejor de todo es volar, con el cielo azul de un lado del
avión y violeta del otro. Y no para abstraerse de sí mismo o del mundo.
Al contrario: porque conoce todos los elementos que tienen que estar a
la vez en movimiento para que tantas toneladas de materia puedan flotar.
En este libro -¿en la vida?-, la felicidad está en los detalles.
Marina Mariasch